Por Tito Caro
Estuve en Buenos Aires y encontré a mi amiga M.M. que paseaba por la capital. De paso, de un lugar a otro, como siempre, navegando por mares secretos que no se muestran en los mapas de las bibliotecas. Salimos a comer, fuimos a La Dorita una noche.
Había cosas sencillas y al entrar tuve antojos de pollo. Me dijeron que el pollo había llegado bien dispuesto y que estaba con ánimo para el trabajo. No dudo, era buen tipo, pude ver. Pero me dí cuenta que el ave estaba en momento de conflicto metafísico. Los pollos suelen ser indecisos, nunca tienen una idea acabada de la realidad. Este pollo, sin embargo, exageraba. No sabía si quería ir a la cancha, si quería salir de vacaciones, si quería ver comerciales en la televisión. Era bicho de abolengo, eso sí, y me contó que tenía parientes ingleses. Uno de ellos había sido águila a servicio de su Majestad. Ser descendiente de águila no es poca cosa para un pollo y este alado hablaba de sus antepasados con visible añoranza y orgullo. Podría haber sido nuestro compañero de mesa pero como no se decidía, si se quedaba o se iba, dije a M.M. que invitaría a otro bicho, uno que fuera más asentado. Era de la familia de los vacunos. Me tuteó de entrada y me contó que había sido muy feliz en campos infinitos. Me dijo que había tenido institutriz cosmopolita, que había cursado la universidad con profesores particulares, en los amplios salones de su casa. Tenía apellidos sonoros y no te puedo precisar mucho más. Lo que llegó a la mesa no era de este mundo, tenía que ver con la esencia del alma universal. Era alma de un bicho feliz. Nunca había conversado con la especie. La carne, o sería la misma esencia de la carne, se deshacía en la boca y se reía de la insolencia de los dientes y de sus amenazas punzantes. Hablaba al paladar, a las papilas, con ellas se ponía a dialogar sin necesidad de otro interviniente.
Como no había ningún esfuerzo para destronchar, para separar, para penetrar, el animal se ofrecía a los sentidos, y lo hacía sin intermediarios. Alma monumental, lector que me sigues. Quedé sin palabras cuando descubrí que se había ido del plato sin que yo me diera cuenta acabada de lo ocurrido. Se había ido, podía ver el vacío que dejaba y sin embargo estaba presente, en cuerpo y alma. Miré a M.M. que también vivía el transe de la nada. Me dijo que había sido feliz con el animal. Pregunté si era infeliz ahora que el animal se había ido. Me respondió que seguía feliz con la presencia del recuerdo.
Hablamos de la ciudad, de sus calles, de su gente. Comentamos alguna añoranza que se lee en los rostros como si estos reflejaran la sufrida separación de una matriz ideal. Y nos quedamos hablando sin consecuencias hasta que cerró la casa y nos avisaron que se estaban marchando. Gesto de grandeza que hago cuestión de alabar. Los dueños del lugar quisieron despedirse de nosotros, saludarnos antes de la separación. No vinieron a interrumpir nuestros divagues, no nos impusieron el imperio del horario. Se fueron, quedamos, al aire libre, en la única mesa que había sobre la vereda. Amanecía y los primeros caminantes del día, llegaban para saludarnos y para festejar, con alguna ironía metida en el saludo, la transgresión de estar a una mesa, con una botella de vino a horas tempranas del tiempo.
Tito Caro en La Dorita, de Buenos Aires
Paseando por “la Reina del Plata”, el decano de los periodistas gastronómicos de Paraguay tuvo el tino de caer en el sitio indicado, a la hora justa y con la compañía correcta. Un relato para chuparse los dedos.
Abril 05, 2012