Por Alejandtro Sciscioli

“Dime el nombre de un vino, y te contaré una historia”. La frase no pertenece a ningún filósofo, tampoco a ningún hedonista, mucho menos a un enólogo o sommelier. Esas palabras, en realidad, surgieron cuando estaba pensando la manera de iniciar la columna de esta semana. Es que cada vez que quiero escribir sobre un vino, invariablemente hay una anécdota asociada a la etiqueta, y este caso no es la excepción.
Sentado frente al teclado de la computadora, y con la fría hoja en blanco delante de mis ojos, pensé varias maneras de describir al Castillo de Molina Carmenere 2008 que había degustado la noche anterior.
¿Cómo y por qué me encontré con él? Por esas cosas de la vida. Recientemente tuve la suerte de viajar a Chile y conocer tres bodegas (o viñas, como gustan decir al otro lado de la cordillera), y uno de los sitios visitados fue la Viña San Pedro, una de las empresas vitivinícolas más grandes, antiguas y respetadas de su país.
El tema es que, catas van, degustaciones vienen, tuve oportunidad de probar varios Castillo de Molina, hermanos de etiqueta del Carmenere en cuestión, pero no al susodicho. Fue entonces que, finalizando la compra semanal en mi supermercado de cabecera (siempre termino la recorrida por la góndola de los vinos), me encontré frente a frente con él de un modo ciertamente inusual: tropecé con carrito y casi se estrella mi humanidad completa contra un aparador. Tras recuperar la compostura, hice memoria y recordé no haberlo probado, por lo que decidí comprar, degustar y, luego, comentar.

DE ENTRECASA. Esta vez no había amigos con quienes compartir el vino, tampoco una cena especial. Estaba acompañado solamente por mi esposa, y con ella procedimos al ritual del descorche y la degustación, mientras preparábamos la cena.
A la vista se nota que es rojo rubí bien oscuro, con algunos reflejos violetas. En nariz resulta muy expresivo y frutado (no se sienten frutos rojos, sino negros, como moras), con notas de vainilla, tabaco y especias. En boca es amistoso, de taninos suaves y dulzones, con buena entrada y un final agradable medio a largo. Un vino ideal para acompañar una pasta cuatro quesos, carnes blancas, verduras asadas o, incluso, algún pescado graso, como el atún.
Si bien se trata de un vino muy interesante para acompañar diversas comidas, tampoco es una mala opción si lo que se desea es compartir un momento descomprimido entre amigos.
La procedencia de este vino es fácil de deducir, ya que en la etiqueta misma se informa que viene del Valle del Maule, un lugar de elevaciones suaves que se encuentra en la región homónima, también conocida como VII, adonde sale bien el Carmenere. Luego, investigando, me enteré de que el 100% de la mezcla tiene una guarda de un año en barricas francesas, de las cuales el 30% son nuevas. Nada mal para un vino que cuesta G. 50.000.

BUEN DESENLACE. Aunque el encuentro inicial con este Carmenere fue algo accidentado, puedo decir que el desenlace de historia no podría haber sido mejor: logré conocer a un producto noble y que tiene todas las cualidades para cautivar a quien lo pruebe. Sin dudas, he encontrado un nuevo y muy buen amigo.

(Artículo publicado en la página 34 del diario Última Hora de Asunción el día 04/06/11)