Por Daniel Fassardi

Mi santa madre, que Dios la tenga en la gloria, solía decir que a los antojos de comidas hay que “escucharlos”, lo que traducido al lenguaje formal significa que tales caprichos gastronómicos deben ser satisfechos. Saco a colación esta anécdota debido que, recientemente, en la fan page de Facebook de este portal se alzó la imagen que ilustra estas líneas. En la misma se puede observar la propuesta de maridar una pizza con un Merlot Siglo de Oro de Santa Helena.

Al instante una necesidad comenzó a crecer en mi interior: replicar en vivo lo que mis ojos habían capturado y mantenido en la memoria durante toda la jornada. Tan grande fue el antojo que, como corresponde, compré un par de botellas de esta misma etiqueta y arreglé que mi querida amiga S. venga a casa a visitarme con una pizza lo más parecida posible a la de la fotografía.

Se hizo la noche y puntualmente sonó el timbre. S. llegó con una pizza recién salida del horno que había retirado del local que un italiano muy simpático atiende sobre la avenida General Santos. Bien rápido nos entregamos a disfrutar la armonización propuesta y, en verdad, la combinación no podía haber resultado mejor: el vino tiene la suficiente acidez para “limpiar” la grasa que el queso y el embutido dejan en el paladar y también para “aguantar” la acidez de la salsa de tomate. Al mismo tiempo, como resulta frutado y sus taninos no son pronunciados, el vino se transforma en una bebida muy fácil de tomar.

Bebida y comida se entendieron a la perfección. Y tan buena fue la conversación que ambas mantuvieron que, sin buscarlo, S. y este servidor también nos vimos enfrascados en una sesuda charla de a cuatro que terminó cuando la última porción desapareció de la caja y la última gota se evaporó de la primera botella. Por suerte había una segunda para descorchar.

Así, la pizza y el vino, emparejados, nos brindaron un inmenso placer. Casi tan intenso como el que siento cada vez que S. me visita. 

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